Rucas Hardcore en “Nuestros Años Salvajes”, de Carlos Torres Rotondo
Photo Credit To Archivo de Kaos General

Rucas Hardcore en “Nuestros Años Salvajes”, de Carlos Torres Rotondo

“[El psicoanálisis] emplea un doble estándar de interpretación. El masoquismo es malo para los hombres, esencial para las mujeres. El narcicismo es adecuado para los hombres, imposible para las mujeres. La pasividad es trágica en el hombre, mientras que la falta de pasividad es trágica en una mujer” (Gayle Rubin. Desviaciones, 70)

Huachafitas, marocas, pampas, rucas, tramposas, es lo mismo para distintas épocas. Aprovechar nuestras ventajas. Cuestión de fantasías y de trabajar con ellas. Ellas creen que al ser levantadas por blancos vivirán en una realidad que no es la suya, secretarias de oficina de segunda, empleadas domésticas de los ricos, estudiantes de cosmetología en cochambroso instituto de Lima downtown. Y sentiríamos la aventura de estar cruzando el lado oscuro de la noche, se trataba de competir entre nosotros, era el tiempo de los récords, sus arañazos en el cuerpo eran nuestras medallas –el sexo ruqueril es casi siempre crispado, difícilmente tierno–. Y a la mañana siguiente nos sentiríamos lindos y mamá nos servirá el almuerzo. Disimulando la resaca, disfrutaríamos nuevamente de las comodidades que nos correspondían como lo que éramos: buenos hijos de familia (Nuestros años salvajes, 67-68).

Esta cita resume bien la dinámica social a la que se entregaron muchos chicos de la clase media, alta, pitucos, incluyendo también a los de la escena hardcore. El fragmento realiza una lectura temporal, espacial, racial y de clase de un fenómeno social de origen colonial.

El sexo ocasional, episódico, entre un blanco y una chica de piel oscura, de rasgos indígenas, presumiblemente pobre en un contexto como el peruano en el que las relaciones de raza y clase van de la mano. Con los apelativos del argot limeño, Torres Rotondo echa mano de una genealogía de representación de sexo/amor interracial presente por ejemplo en los autores del boom que el artículo de Maruja Barrig (1981) criticó en su momento.

Rucas Hardcore. Nuestro Años Salvajes
Portada de la novela de Carlos Torres Rotondo, “Nuestros Años Salvajes” (Alfaguara, 2001). Imagen: archivo de Aldo Vela.

El limeño hardcore opera dentro de esa fantasía de ascenso social, literalizada en el verbo “levantar”. En la fantasía social/sexual que articula la cita, el chico blanco toma la posición del explorador/conquistador que se interna en un espacio que no le corresponde “el lado oscuro de la noche”, pero en el cual transita con libertad y con un claro privilegio pese al contexto de guerra interna.

El encuentro sexual altamente racializado con la chola ruca se procesa como salvaje, animal. Es revelador de una masculinidad hegemónica explotadora de la labor de las mujeres que inmediatamente después aparezca la figura de la madre en una escena doméstica que restaura órdenes devolviendo al chico blanco a su espacio. Se da voz a una masculinidad que piensa a las mujeres divididas en hipersexuadas y asexuadas, en cholas y blancas.

La capacidad de regresar al hogar burgués donde el sexo no ocurre, de salir ileso socialmente a pesar del encuentro sexual interracial con “arañazos” da cuenta la proporcionalidad entre el privilegio blanco y la falta de valor del cuerpo racializado de las mujeres dentro del imaginario pituco.

Ruca y chola son insultos y sinónimos en este contexto. Ruca, sin embargo, lidia más directamente con la sexualidad. La ruca es la puta que no cobra. Su “pago” está en el encuentro, se presume que la ruca quiere “tirar” (tener sexo sin contemplar amor romántico), aún así dentro de la colonialidad del sexo del contexto, en los ojos de la sociedad ella siempre pierde con la transacción sexual y, por ello está sujeta al disciplinamiento del insulto y la burla. La violencia del término se hace más palpable en aquellos momentos en los que la ruca vulnera la masculinidad blanca, de por sí ya frágil y beta del punk/hardcore.

Cuando Ernie, el personaje principal del relato, alter ego de Torres Rotondo, fracasa al besar a una ruca, Fernando, amigo que se autodenomina “tu padre” y que asume la posición de guía en el “bajo mundo” de las rucas le dice: “Esto siempre pasa al principio. A esa chola de mierda no le hagas caso, ya hubiera querido que te la levantaras, mejor vámonos de este antro” (72).

Barrig fue la primera en analizar esta dinámica social que apareció en las ficciones blancas limeñas ligadas al boom literario latinoamericano. Con sus narraciones Vargas Llosa, Alfredo Bryce, Julio Ramón Ribeiro avalaron estas prácticas de deseo, al mismo tiempo que reprodujeron la sanción moral en contra de las cholas/putas. Una sanción que se entronca con el racismo y el colonialismo, que en la época encuentra un nuevo/viejo cuerpo en las migrantes.

La conclusión más interesante de Barrig es que más allá de la consabida sanción racista al arribismo indígena/cholo de estas mujeres, lo que realmente condenan dichas narrativas es a los personajes hombres que establecen relaciones serias, a veces matrimonios con las cholitas ricas.

Se trata en última instancia de un autodisciplinamiento de la masculinidad hegemónica blanca para asegurar, pienso, que se mantenga una idea de pureza racial y cultural, pero también para que se preserven divisiones sociales intrínsecas a la colonialidad. Este apego criollo/pituco por compartimentos sociales inamovibles es trastocado por relaciones sociales resultantes de la migración masiva, el ascenso social de los migrantes y la guerra interna.

Rucas Hardcore. Jato Hardcore
G-3 tocando en el último concierto realizado en la Jato Hardcore en junio de 1989. (Fuente: Facebook de G-3)

La pertenencia a la escena hardcore de principio de los años 90 contribuye a una representación de la masculinidad blanca y, por ello, crítica de su propia clase. La novela concilia estos elementos a través de tres lecturas de la realidad: 1) La violenta interpelación que el conflicto supuso para las clases altas se tradujo en una fragilidad pituca palpable en la novela a través de la representación fantasmática de la guerra materializada literariamente como una violencia inminente y sin nombre.  2) Las relaciones esporádicas con rucas de los pitupunks pueden leerse como una nostalgia de retorno al pasado pre-división entre misio, cholo punks y pitupunks, actualizando un deseo homoerótico de reestablecer un lazo con el punk cholo.  3) Dentro de la novela la violencia de la guerra interna posibilita lo impensado: la aparición de un deseo sexual de la chola que reformatea el sexo y sus implícitas y explícitas dinámicas raciales a través del sadismo.

La novela de Torres Rotondo es singular dentro de la narrativa punk y más extensamente dentro de la narrativa que representa los años de la guerra interna, en el hecho que no menciona explícitamente ni a Sendero Luminoso ni al MRTA.

Esta omisión sorprende en la medida en que la novela representa detalladamente otros aspectos de la realidad limeña del momento. Torres Rotondo me mencionó en una entrevista que su manera de pensar la literatura asume la tensión entre ficción/realidad sin preocuparse por aclarar dónde termina una y empieza la otra. ¿Por qué entonces no hablar directamente de Sendero Luminoso y el MRTA?

Siguiendo las primeras interpretaciones dominantes de los subversivos como fanáticos irracionales, la novela de Torres Rotondo presenta la violencia como un todo informe y acechante:

“Tomaba desayuno, leía los periódicos. Nunca traían buenas noticias, porque la violencia subversiva se estaba acercando a Lima cada vez más, y era algo que se notaba en los constantes apagones y en los asesinatos selectivos” (73), “la violencia cotidiana, las máscaras escondiendo el horror, la oscuridad luminosa, el detalle importante”. (86)

Para la mirada pituca, la violencia no tiene lógica o razón. No se sabe de dónde viene, pero está ahí, tocó, azarosamente. No es la consecuencia histórico-social de la explotación. Es parte de un escenario social que se vive como irracional porque esta mirada es incapaz de advertir su propio privilegio. Entonces, la violencia es casi paisaje: “Me levantaba de madrugada y desde la ventana de mi departamento contemplaba el mar, Chorrillos y su cruz hecha con los fierros de las torres dinamitadas por los terroristas” (53). Es latente a lo largo de la novela e influye en la angustia general de los personajes: “Lima inspira violencia, su caos me arrastra” (83).

Como en otras ficciones punk, la impotencia que provoca la situación política y social se canaliza a través del ruido, amigos, violencia, sexo.

Al inicio del relato Ernie, cuyo discurso es el único en primera persona, cuenta su acercamiento a la escena y sus primeras incursiones a El Hueco (punto de reunión cholopunk) y la Jato Hardcore (espacio pitupunk): “En aquella época los subterráneos radicales estaban peleados con los pitupunks, que a su vez se denominaban hardcores para diferenciarse de los subtes. Y en esos años de terror, bombas y súbita oscuridad, aquello del dinero, la actitud y el color de piel significaban muros infranqueables” (20).

La subjetividad pituca especialmente frágil en una época de guerra interna explica las desigualdades con un lenguaje de afectos que se pretende por fuera de la política a través de la figura del cholo resentido: “Su actual banda, un proyecto personal esta vez, había asumido el nombre de Familia de dos carros, porque somos pitucos no nos avergonzamos, los resentidos esos de los subterráneos del hueco podrán seguir rajando y decir mierda y media de nosotros, pero también tenemos derecho a protestar” (mi énfasis 31).

Desde sus prácticas culturales y sociales, el poder criollo/blanco históricamente ha construido la figura del cholo resentido como vehículo de desautorización a una crítica. En esta perspectiva, cualquier reclamo de justicia social, denuncia de racismo o violencia odio injustificado y envidia contra el blanco.

Calificar a alguien de resentido es borrarlo políticamente, acusarlo de odio irracional. En esta operación política y racista, el resentido se hace daño a sí mismo de una manera irracional, cuando debería haber interiorizado que las cosas son así, que las injusticias que padece son parte del orden natural de la colonialidad. La acusación de resentimiento es, en última instancia, una exigencia colonial de sumisión, un recordatorio de quién es el amo.

Desde el psicoanálisis, Jorge Bruce (2008) ha señalado que usada por blancos peruanos la expresión “resentido social” es “una coartada de la injusticia, uno de los tantos garfios de fijación de un orden social inicuo” (28). Sin embargo, la explicación psicoanalista que da luego mediante una cita a Kancyper reafirma la dependencia e insuficiencia: “El sujeto resentido no permanece anclado en la temporalidad, sino amarrado a un pasado cuyas cuentas aún no ha saldado” (30).

Lo que el psicoanálisis no admite en este caso es una crítica histórica al término ligado al otro racial, así como a una otra mujer (Rubin 70).

Volviendo a la novela, Fernando Hunter, se apropia del término pituco y le da vuelta al insulto acusando a los subtes de resentidos. Desde este hardcore pituco la crítica social y de clase del punk es injustificada, de ahí su asociación con el hardcore como una organización autónoma más radical que el punk, un género separador de aguas que se origina en Estados Unidos como respuesta a la comercialización del punk, pero que no tiene mucho asidero en el contexto del punk peruano en el que prevaleció una precarización de los medios de producción.

Rucas Hardcore. concierto Trashcore
Afiche de un concierto Trashcore en la Jato Hardcore, 27 de agosto de 1988. Arte: Guillermo Figueroa.

El discurso pitupunk posee una ambigüedad de clase que se reconoce amenazada por la crítica social de lo subte, pero que también es capaz de reconocer coincidencia e identificación en la corporalidad punk:

“Empujones, risas, la música atronadora reflejada por las paredes convierte el lugar en un útero eléctrico. La burbuja en la que estamos nos obliga a movernos, a bailar, a confundirnos a golpes en esa masa anónima y hermana” (20). 

La subjetividad hardcore percibe a los subtes como parte de esa otra ciudad que es al mismo tiempo más fea, más pobre, pero más auténtica, con toda la carga colonial que la autenticidad supone.

Afiche del último concierto en la Jato Hardcore. Diseño: Carlos Torres Rotondo y Armando Millán.

La ciudad de los cholos se metaforiza como “la otra orilla”, “el lado oscuro de la noche”, barrios donde el chico hardcore se entrega a lo desconocido.

La exotización de la pobreza tiene manifestación sexual. Los subtes y las rucas pertenecen a esa ciudad que el pituco quiere reactualizar como suya. Los privilegios de raza y clase de los pitucos solo existen en la medida en que se pueden comprobar a través de esos otros cuerpos y esa otra ciudad. Una vez que se ha constatado el rechazo de los cholos misio-punks y cuando se les responde con el mismo grado de agresión, las rucas son la única posibilidad de conexión con ese otro racializado.

El ruquerío es el experimento social y violento que se permiten los hardcore pitucos cuando su conexión con la masculinidad chola ya no funciona. Ellos “bajan” simbólica y espacialmente a los barrios por sexo.

Concierto en la Jato Hardcore. Foto: Página de Facebook de Kaos General

La Factory es el nombre de la discoteca donde se producen los encuentros entre los macho beta hardcore y las rucas, y donde las ganas de ellas irrumpen violentamente opacando el placer de la conquista masculina: “uno descendía por las escaleras y ya estaban las trampas arrodilladas, viendo la manera más rápida de bajarte el cierre del lompa [pantalón]” (30-31).

La masculinidad beta del punk se resitúa en el marco que ofrece la raza en el espacio limeño. Los pitupunk encarnan una masculinidad alfa en relación a las mujeres cholas, mientras que dentro de su propia clase continúan siendo beta. En la fantasía del ruquero pitupunk el dominio blanco está garantizado en la máquina productora de cuerpos cholos de La Factory, literal fábrica de rucas para el gozo pituco que, asegura anonimidad, cantidad, repetición y descarga. Las cholas son a la vez obreras y mercancía.

A diferencia de las ficciones del estudiadas por Barrig, las rucas de esta novela punk no quieren casarse con los pitucos, quieren pegarles en la cama, sacarles la mierda.

En la misma entrevista, Torres Rotondo describe la guerra interna como una época de “crispación”, palabra que aparece también en la novela para describir el sexo con la ruca: “el sexo ruqueril es casi siempre crispado, difícilmente tierno”. La coincidencia entre el deseo sexual de la ruca y la violencia de la guerra se lee así:

Y justo antes de que me siente en la mesa, un rumor estruendoso a lo lejos, los vasos chocan entre sí, una explosión más allá de los cerros, la gente aterrada, súbita oscuridad… Lima inspira violencia, su caos me arrastra. Me siento perdido. No sé en qué lugar me encuentro. Un callejón solitario. Gladys se detiene. Me empuja hacia una pared de quincha y pintura verde descascarada y me comienza a besar con fuerza, mientras pone mi mano en su entrepierna. Afuera, el ulular de las sirenas reventando en mi cerebro, la historia pasa a mis espaldas y podría matarme… Afuera ellos se matan, pero yo escapo hundiéndome en la carne. (82-84)

El apagón por la voladura de una torre de alta tensión y el caos en la calle provocan la excitación sexual de la ruca. Si la raza y la clase vehiculan para el pituco la fantasía de una masculinidad más hegemónica, el deseo de la mujer chola lo vulnera en su violencia. La ruca sádica es un recordatorio de la guerra, un goce que resquebraja la masculinidad pituca. De hecho, algunos de los protagonistas procesan ese sexo con la ruca como una falta, una mancha.

Sostengo que esto no solo se deriva del racismo que animaliza a la chola y a la india como sucias, si no también de la consciencia de la violencia del racismo propio. Esta escritura punk asume la violencia y la asimetría de la relación colonial y ese es en sí mismo un cambio sustancial, un germen de crítica al propio privilegio, sintomatizado también en la ruca sádica que ya no quiere matrimonio con el blanco, que escapa así a la lógica transaccional de la colonialidad del sexo:

“Ningún romanticismo de esos que te inflan el pecho se comparan a una noche de sexo salvaje, te lo garantiza Tu Padre. ¿Ves estas heridas en mi brazo? Me las hizo una jugadora la semana pasada, son la prueba de lo que pasó, por si las dudas” (48)… “Yo no soy nada para ellas, que tampoco son marcianas. Sólo soy una aventura nocturna, me conformo con eso” (48-49). 

La omnisciencia de los narradores no se replica para las rucas. Sus voces aparecen indirectamente y eso quizá sea lo mejor para el plano especulativo en el que se sitúa mi análisis. Lo medular en la ruca/chola sádica es la creación de un espacio que permite la violencia ejercida por mujeres en términos sexuales y también en la elaboración de un discurso y militancia política capaces de articular afectos históricamente deslegitimados por una epistemología blanca y masculina.

Al permitirse golpear a los pitucos en la cama, no esperar de ellos ascenso social, reconocer que es cosa de una noche, la ruca trastoca las relaciones y expectativas sociales implícitas en su intercambio sexual con los hombres blancos. Esta representación de sexo interracial aunque parezca anecdótica, genera un espacio literario que interrumpe una representación histórica colonial sobre la que se asienta el imaginario político de lo peruano.

En otras palabras, este y otros casos analizados en el proyecto me permiten pensar sobre otras representaciones de los cuerpos de mujeres y subjetividades de mujeres racializadas que encuentran potencial político hacedor de discursos, lenguajes estéticos y posibles comunidades feministas en afectos históricamente desautorizados por la producción de conocimiento eurocentrista, como la ira y, por qué no, el resentimiento.  

Bibliografía

  • Barrig, Maruja. 1981. “Pitucas y marocas en la nueva narrativa peruana”. Hueso húmero. 9: 73-89.
  • Bruce, Jorge. 2008. Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racism. Lima: Universidad de San Martín de Porres.
  • Blush, Steven. 2010. American Hardcore. A Tribal History. New York: Feral House.
  • Rubin, Gayle. 2011. Deviations. A Gayle Rubin Reader. Durham & London: Duke UP.
  • Torres Rotondo, Carlos. 2001. Nuestros años salvajes. Lima: Alfaguara.

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About The Author

Olga Rodriguez Ulloa

Profesora de cultura y literatura latinoamericana contemporánea, Lafayette College, Pensilvania-EEUU. Su proyecto actual "Cholas sádicas. Violencia y sexo en la cultura peruana contemporánea" explora representaciones literarias, visuales, mediáticas de múltiples sexualidades racializadas desde la década de los ochenta.

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